Francesc Pedró


 

Abstract
Quite often research reminds us that since the XIXth century school innovations have been emergig recurrently. Despite this, schools all over the world keep looking so similar because the model behind them is universal. It could be argued, however, that such a model has been evolving incrementally with progressive changes in processes and technologies, but the point is that there is no evidence of a radical transformation.
This contribution presents, first, the concept of educational innovation and then analyzes why there is nowadays a growing broader social consensus about the need to promote educational innovations and, at the same time, a consequent major effort by an increasing number of schools worldwide to jump into the bandwagon of educational innovation. Second, some emerging trends are presented, and they show that, although the problem seems to be rightly framed everywhere, there is not yet a universal response and many different directions are being explored. Third, some of the risks of this exploratory process are listed, in particular in relation to equity, evaluation and the innovation fatigue. Finally, some possible policy directions to promote a convergence of public discourse and school practices are suggested in view of promoting a true systemic inno
Keywords: Educational innovation, education research, school models, education policies
Resumo
La investigación nos recuerda tercamente que, en primer lugar, el degoteo de innovaciones escolares ha sido incesante desde principios del siglo XIX, pero, a pesar de ello, las escuelas siguen pareciéndose en todo el mundo porque el modelo subyacente es universal.  Se ha llegado a afirmar que, a pesar de todo, la escuela ha ido cambiando de forma incremental, en su organización interna, en la configuración de los procesos y en las tecnologías empleadas, pero no parece que se haya producido una transformación radical del modelo escolar universal.
Esta contribución presenta, en primer lugar, el concepto de innovación educativa que se adopta a lo largo del texto y pasa luego a explorar por qué hay hoy, por primera vez, un consenso social tan amplio sobre la necesidad de promover la innovación educativa y un esfuerzo tan grande por parte de muchas más escuelas para subirse al carro de la innovación. En segundo lugar, presenta algunas tendencias emergentes que muestran que, aunque pueda parecer que el problema a resolver está bien definido, no se ha encontrado todavía una única respuesta y los esfuerzos parten en múltiples direcciones de exploración. En tercer lugar, discute algunos de los riesgos que este contexto emergente parece obviar, en particular en relación con la equidad, la evaluación y la fatiga de la innovación. Finalmente, sugiere algunas pistas en materia de políticas públicas para favorecer que tanto discursos como prácticas converjan en una verdadera innovación sistémica.

 

 

Aunque la necesidad de reconsiderar el modelo escolar predominante a la luz de sus insuficiencias y de las cambiantes demandas y expectativas sociales y económicas ha sido una constante desde finales del siglo XIX, nunca como hasta ahora se había hablado tanto de la innovación educativa a escala internacional. Artículos periodísticos, reportajes en la televisión y mucho ruido en las redes sociales son el reflejo de un creciente consenso sobre la urgencia de cambiar el modelo de escuela que aún hoy es mayoritario en todo el mundo. La sospecha de que, si no la hubiéramos heredada como es, nuestras convicciones actuales acerca de la educación nos llevarían a inventar una escuela muy diferente de la que conocemos (Drucker, 1998) parece ya una certeza. La innovación educativa emerge, así, como una exploración orientada, precisamente, a una reinvención de la escuela.

 

La investigación nos recuerda tercamente que, en primer lugar, el degoteo de innovaciones escolares ha sido incesante, casi abrumador en algunos momentos, desde principios del siglo XIX, pero, a pesar de ello, las escuelas siguen pareciéndose en todo el mundo porque el modelo subyacente es universal (Meyer et al., 1997, Meyer et al., 1992b, Meyer et al., 1992a). Algunos autores han llegado a afirmar que, a pesar de todo, la escuela ha ido cambiando de forma incremental, en su organización interna, en la configuración de los procesos y en las tecnologías empleadas, pero no parece que se haya producido una transformación radical del modelo escolar universal (Elmore, 2004). La paradoja es que, en cierto sentido, cuanto más cosas han cambiado en la superficie de las escuelas más fortalecido ha resultado el modelo tradicional universal (Sarason, 1996).

 

Esta contribución presenta, en primer lugar, el concepto de innovación educativa que se adopta a lo largo del texto y pasa luego a explorar por qué hay hoy, por primera vez, un consenso social tan amplio sobre la necesidad de promover la innovación educativa y un esfuerzo tan grande por parte de muchas más escuelas para subirse al carro de la innovación. En segundo lugar, presenta algunas tendencias emergentes que muestran que, aunque pueda parecer que el problema a resolver está bien definido, no se ha encontrado todavía una única respuesta y los esfuerzos parten en múltiples direcciones de exploración. En tercer lugar, discute algunos de los riesgos que este contexto emergente parece obviar, en particular en relación con la equidad, la evaluación y la fatiga de la innovación. Finalmente, sugiere algunas pistas en materia de políticas públicas para favorecer que tanto discursos como prácticas converjan en una verdadera innovación sistémica.

 

Conceptualizando la innovación educativa

Es difícil ponerse de acuerdo sobre el concepto de innovación educativa. En términos generales, la innovación se define como el acto de crear y difundir nuevas herramientas, prácticas, sistemas de organización o tecnologías (Foray and Raffo, 2012) y, en esta medida, en el continuum que enlaza investigación y desarrollo, la innovación puede ser considerada equivalente al concepto de desarrollo y contrapuesta al de investigación. El matiz que separa los conceptos de innovación y de desarrollo es que mientras las actividades de desarrollo se circunscriben a la creación de conocimiento orientado a la práctica, la innovación es el resultado de la aplicación de este nuevo conocimiento a un nuevo producto, servicio, técnica o tecnología. En este contexto general, el éxito de una innovación se mediría en términos de adopción por parte del mercado; en definitiva, el éxito total se traduciría en una generalización universal que llevaría, paradójicamente, a la disolución del carácter innovador que ese nuevo producto, servicio, técnica o tecnología habría conllevado en el momento de su incepción.

Es importante reflexionar sobre las razones que pueden llevar a la adopción de una innovación, en particular en el contexto de organizaciones complejas. Desde una perspectiva económica, parece claro que para que una innovación se generalice es imprescindible que la ecuación coste-beneficio arroje un saldo positivo; es decir, que el total de los costes y esfuerzos requeridos por la adopción de una innovación sean compensados por un mayor beneficio. Se trata, en definitiva, de innovar para mejorar la eficiencia de la organización en su conjunto o, alternativamente, para orientar la organización hacia nuevos productos o servicios.

 

Por múltiples razones, el mundo escolar es reacio a adoptar una perspectiva como la que se acaba de describir. Por una parte, existe un cierto rechazo a toda consideración sobre la educación que incorpore elementos de cuantificación del esfuerzo y de los resultados conseguidos. Por otra, el sector de la educación no cuenta con elementos de estandarización tan formalizados como existen en otros sectores como, por ejemplo, el de la salud: buena parte de los conocimientos en los que basan su ejercicio profesional los docentes pertenecen al dominio de lo tácito y no están sujetos a niveles equivalentes de protocolización como los que son evidentes, por ejemplo, en un proceso de producción industrial o de prescripción de tratamientos médicos (Murnane and Nelson, 1984). Esto hace que, en el sector educativo, más que en otros, la innovación se equipare, las más de las veces, a un cambio en cualquiera de los elementos que configuran la esencia del modelo escolar tradicional, y que su éxito no se mida en términos de adopción generalizada basada en su mayor eficiencia para promover mejores aprendizajes o aprendizajes de distinta naturaleza sino, más bien, de satisfacción de los actores que la han hecho posible.

 

A lo largo de esta contribución, sin embargo, se opta por definir la innovación educativa como un cambio dinámico que añade valor a los procesos que tienen lugar en la institución educativa (tanto en el terreno pedagógico como en el organizativo) y que se traduce en mejoras en los resultados de los aprendizajes de los alumnos o en la satisfacción de los actores educativos o en ambas cosas (OECD, 2009). Esta definición contiene un componente operativo que afirma que sólo los cambios en los procesos que conducen a mejoras observables, singularmente en el terreno de los aprendizajes, merecen ser llamados innovaciones educativas. Esto implica el reconocimiento de la existencia de cambios sin efectos acreditados o incluso con efectos negativos, es decir, de cambios que no conducen a verdaderas innovaciones.

 

El imperativo de la innovación educativa

La evocación del término “escuela” sugiere en todo el mundo una imagen muy similar cuyas raíces se encuentran en una racionalidad económica que intenta resolver la ecuación de cómo hacer llegar los beneficios de la instrucción al máximo número de alumnos con el menor coste posible. La escuela tal y como la conocemos aparece, en definitiva, como una mera solución de sentido común al problema de cómo llevar la instrucción a las masas (Berger and Luckmann, 1966). Esto explica por qué el modelo tradicional de escuela prima unas fórmulas organizativas y unos procesos de enseñanza que optimizan la transmisión de contenidos o la instrucción, en otras palabras.

 

Es bien sabido que este modelo emergió con el despotismo ilustrado en Prusia, se generalizó con las revoluciones burguesas y fue exportado después a todo el mundo colonizado a medida que la industrialización avanzaba y la necesidad de mano de obra mínimamente cualificada emergía en todas partes. El enorme esfuerzo inversor requerido por la universalización de la escuela se podía recuperar con facilidad gracias a los beneficios que reportaba tener una mano de obra adiestrada para operar en un mundo fabril e industrial y, más tarde, en un mundo de servicios (Tye, 2000). En efecto, la lógica escolar de la industrialización se basa en los principios de que todos los alumnos deben aprender lo mismo, al mismo ritmo y en la misma secuencia y de que las diferencias en los resultados se deben a las diferentes capacidades innatas de los alumnos y a su diverso nivel de esfuerzo; por consiguiente, los que obtienen mejores resultados son seleccionados para seguir estudiando y merecerán, en su día, ser premiados con trabajos mejor remunerados, como corresponde a un régimen que busca ser meritocrático. Esta es la lógica que hay detrás del modelo clásico de escuela mayoritario aún hoy.

 

Los fundamentos de este modelo, y de la lógica que le daba sentido, pronto fueron objeto de crítica, prácticamente desde finales del siglo XIX. Los pedagogos de la Escuela Nueva y un buen grupo de reformistas sociales fueron innovadores avant la lettrecuando afirmaban, a través de iniciativas verdaderamente rompedoras en ese contexto pero que probablemente no lo parecerían tanto hoy en día, que la escuela debía centrarse en el alumno y girar en torno a su actividad para convertirlo en protagonista de su propio aprendizaje. Estaban convencidos de que, por encima de todo, la escuela debe posibilitar el desarrollo de las personas en un entorno social concreto, que deben contribuir a mejorar a su vez, en lugar de centrarse en formar los súbditos sociales y futuros trabajadores que la economía necesita. Por lo tanto, bien se podría decir que los pioneros de la innovación escolar eran defensores de un modelo alternativo de escuela por razones fundamentalmente derivadas de su pensamiento filosófico, social y pedagógico. Desde finales del siglo XIX las iniciativas innovadoras se han sucedido, algunas incluso se han convertido en movimientos internacionales de centros (como las escuelas Montessori o Waldorf), pero nunca han llegado aún a modificar por completo el paisaje escolar de un país por completo. Las guerras mundiales y la instrumentalización de la escuela como un medio para la recuperación del desarrollo económico favorecieron la consolidación del modelo de escuela que hoy conocemos.

 

Pero, desde finales del siglo XX diferentes factores externos a la escuela han convergido para generar el actual imperativo de la innovación escolar. Estos factores, y su articulación, son muy diferentes de los que había detrás de movimientos como la Escuela Nueva. El primero de ellos es el convencimiento de que el desarrollo de la nueva economía necesita, más que de titulados que acrediten el conocimiento de contenidos, de trabajadores competentes que sepan aplicar los contenidos a la resolución de problemas, que sepan trabajar en equipo en contextos multilingües y multiculturales, que tengan sentido crítico, sepan comunicar y, sobre todo, que sean creativos para generar, por medio de su trabajo, nuevos conocimientos e innovaciones (Heckman and Kautz, 2014). En definitiva, se ha generado un consenso social en torno a la idea de que no basta con que la escuela enseñe contenidos sino que es necesario que facilite el desarrollo de competencias transversales y transferibles (Fernández Enguita, 2016). Y como el modelo tradicional de escuela eso no lo puede hacer suficientemente bien hay que explorar, a través de la innovación, nuevos modelos escolares más adecuados a estas demandas contemporáneas que todo apunta a que se acelerarán aún más en el futuro.

 

El segundo factor es, en el fondo, la dimensión demográfica y social de los cambios económicos que se traducen en la necesidad de aprender a convivir en contextos social, cultural y lingüísticamente más diversos y complejos. En este nuevo contexto, las aulas escolares no sólo acaban siendo, en sí mismas, el reflejo de esta creciente complejidad, sino que han de explorar formas de interacción social y de aprendizaje compartido donde se aprecie la diferencia y se la ponga en valor. Nuevamente, esto exige que la organización y los procesos educativos generen espacios donde las actividades dirigidas a estos aprendizajes puedan tener lugar, lo que no es fácil de hacer en el seno de las estructuras escolares tradicionales.

 

El tercer factor es la constatación de la disparidad entre los métodos de comunicación y de trabajo dentro de la escuela y fuera de ella, en el mundo exterior. Incluso los alumnos se dan cuenta de que, en materia de uso de las tecnologías, por ejemplo, la vida escolar tiende a ser una burbuja vacía por comparación a la riqueza, variedad e intensidad de usos con los que ellos mismos operan con las tecnologías fuera de las aulas, precisamente a imagen y semejanza de lo que sucede en el mundo social adulto y del trabajo. En otras palabras, no se entiende que la escuela abandone a los jóvenes a su suerte en todo lo relacionado con el aprendizaje del uso de las tecnologías, haciendo dejación de su responsabilidad educadora en un terreno que tan importante es en la vida tanto de los jóvenes como de los adultos. Cada vez es más difícil encontrar argumentos que justifiquen esta disparidad y la presión externa sobre las escuelas y los docentes para integrar las tecnologías y, de paso, cambiar las metodologías es cada vez mayor. La investigación empírica ha demostrado, con todo, que los costes de la integración no se justifican a no ser que gracias a la tecnología se realicen cambios significativos en la organización y en los procesos de enseñanza y aprendizaje (Comi et al., 2016). La tecnología es, pues, una ventana de oportunidad para la innovación, pero su mera presencia no garantiza necesariamente la innovación.

 

El cuarto factor es la presión internacional reflejada en las evaluaciones comparativas de los aprendizajes de los alumnos (como las de la OCDE, la UNESCO o la IEA) que, en línea con las necesidades de unas economías cada vez más globalizadas y que dependen mucho de la ciencia y de la tecnología como motores de la innovación y de la competitividad, centran la atención de los gobiernos, precisamente, en la capacidad de sus sistemas escolares para generar las competencias que deben alimentar estas economías. Que esto corresponde a los intereses de todos los países desarrollados se ve claramente cuando se comprueba que el número de gobiernos que se adhieren a estas evaluaciones internacionales no para de crecer y que ninguno se ha desdicho de ellas hasta ahora. Pero también es cierto que son pocos los países que han experimentado mejoras significativas en este ámbito a lo largo de los pasados quince años. De hecho, hay muchas voces que creen que esto se debe a que el modelo tradicional de escuela no permite a ningún país ir más allá de donde ya está: el incrementalismo no parece suficiente porque el modelo tradicional no puede llegar más allá de lo que consiguen los sistemas asiáticos (Kember, 2016), en un contexto social y cultural que valora el esfuerzo, el trabajo y la dedicación como no ocurre en ningún otro.

 

En resumen, pues, estos cuatro factores externos (la demanda de competencias, los cambios sociales y demográficos, los cambios tecnológicos y la competencia internacional) explican en buena medida por qué hay un consenso social creciente, globalmente, en torno a la necesidad de promover la innovación que se traduce, de hecho, en un imperativo. A estos factores externos hay que sumar las propias dinámicas internas de las escuelas que explican por qué este consenso social aplaude y fortalece los esfuerzos de innovación de los propios docentes. Dicho sea de paso, paradójicamente, estos esfuerzos de innovación suelen ser más el resultado de iniciativas propias inspiradas en los principios filosóficos, sociales y pedagógicos de la Escuela nueva, a veces sin saberlo, que de un deseo de responder directamente a las demandas de la nueva economía. Sea como sea, lo cierto es que ahora este consenso social aplaude la innovación escolar y la coloca como un mandato imperativo para las escuelas y los docentes.

 

Tendencias emergentes

Si bien hay muchos ensayos que dan pistas sobre las nuevas pedagogías (Carbonell, 2015), que hacen un síntesis personal de experiencias de innovación (Bona, 2016), o que recriminan la falta de innovaciones disruptivas en educación (Christensen et al., 2008), no hay ningún inventario ni observatorio internacional de la innovación educativa que permita tener una idea clara de cuáles son las tendencias globales emergentes, garantizando la suficiente representatividad. De hecho, los gobiernos suelen tener problemas para identificar las innovaciones dentro de sus propios sistemas, para evaluar sus efectos (incluso de aquellas innovaciones que ellos mismos han financiado), y contribuir a su diseminación cuando existen evidencias de su bondad. Sí hay, en cambio, indicios (por ejemplo, estudios basados en el método Delphi)[1] que sugieren que, en términos prácticos, las innovaciones escolares se agrupan en torno a unos pocos ejes clave, que son los que, en un intento de síntesis que no pretende ser exhaustiva, se presentan seguidamente.

 

Innovaciones en los contenidos curriculares

El primero de estos ejes es curricular. En realidad, debería ser el más crucial porque es el que define qué se espera de la experiencia de escolarización, pero como en muchos países el currículo sigue siendo centralizado, las posibilidades de que las escuelas innoven son más limitadas en este eje. En aquellos países donde el currículo es abierto y admite grandes dosis de diferenciación entre escuelas o donde está definido en función de estándares a alcanzar al final de cada ciclo, las posibilidades de contar con innovaciones curriculares son mayores. Pero los gobiernos suelen ser muy prudentes con estos cambios.

 

En general, parece claro que los currícula definidos por cargas lectivas de diferentes disciplinas o asignaturas están dejando el paso a fórmulas flexibles donde se pone el énfasis en ejes transversales (Noruega), ámbitos temáticos (Finlandia) o, abiertamente, competencias del siglo XXI (Singapur, Hong Kong). El convencimiento que inspira estas innovaciones curriculares es que la desaparición de las asignaturas es un requisito para posibilitar un aprendizaje centrado en el desarrollo de competencias (Pietarinen et al., 2017). Durante años se contrapuso el concepto de competencias al de contenidos, para así destacar que la enseñanza no podía centrarse exclusivamente en la transmisión y su corolario, la memorización; por consiguiente, se urgía la necesidad de desarrollar métodos de enseñanza innovadores, centrados en cómo favorecer que los alumnos forjaran sus competencias. Tal fue la confusión, a la que contribuyó una comprensión simplista de las teorías constructivistas, que se acabó por demonizar el contenido en muchos países (Nordin and Sundberg, 2016). Hoy, está claro que el éxito en el desarrollo de las competencias requiere también de la transmisión de contenido, que es, en definitiva, el material sobre el que operan las competencias, tal y como se ve claramente en los principales ejercicios internacionales de evaluación de los aprendizajes, tales como PISA, TERCE o TIMSS.

 

Las innovaciones curriculares que buscan promover el desarrollo de competencias no se detienen en el terreno de las tradicionales disciplinas escolares. A pesar de que se habla de competencias matemáticas, lingüísticas o científicas, cada vez se presta mayor atención también a las denominadas competencias transversales tales como las llamadas 4 Cs en el mundo anglosajón (comunicación, sentido crítico, colaboración y creatividad) (Partnership for 21st Century Skills, 2016) o, también, competencias del siglo XXI. Su enseñanza ha sido ampliamente recomendada internacionalmente, en particular en Europa, donde forma parte de las prioridades en el marco de la Estrategia Europea 2020. Aunque intuitivamente todo el mundo parece comprender de qué se trata, no existe todavía una definición universal de lo que son, pero está claro que, más aún que el énfasis en las competencias vinculadas a las distintas disciplinas, estas otras añaden un mayor nivel de dificultad a la labor docente y ponen en crisis la validez de los modelos curriculares disciplinarios (Neubert et al., 2015).

 

El desarrollo de las competencias digitales se erige en un segundo elemento relevante de las innovaciones curriculares. A pesar de que el mito de los nativos digitales puede hacer creer que los jóvenes de hoy son competentes digitalmente, la investigación demuestra que sus prácticas con la tecnología no acreditan, para nada, la necesaria maduración competencial que la sociedad y la economía del conocimiento necesitan (Pedró, 2012). La investigación comparativa ha puesto de manifiesto el descuido al que esta cuestión se halla sometida en toda Europa, en particular en lo que tiene que ver con cuestiones tales como la seguridad y la privacidad (Livingstone et al., 2017). Por esta razón, las competencias digitales se han convertido en un nuevo pilar en las reformas curriculares que se han introducido en los últimos veinte años, un área en la que el impulso y la monitorización de la Comisión de la Unión Europea por medio de indicadores especializados se ha dejado sentir con mucha fuerza (Berger and Frey, 2016).

 

Un tercer elemento importante dentro de este mismo eje curricular, incluso allí donde la estructura disciplinaria del curriculum sigue siendo prevalente, tiene que ver con el mayor énfasis que ahora se adjudica a las áreas relacionadas con las matemáticas, las ciencias experimentales y la tecnología (lo que se conoce en inglés por el acrónimo STEM[2]). Este énfasis no puede ser considerado en sí mismo una innovación, pero sí es indicativo de que los esfuerzos de innovación en estas áreas encontrarán más incentivos en los países que consideran la ciencia y la tecnología como ámbitos prioritarios y estratégicos para el desarrollo nacional. Y es preciso mencionar, en este sentido, que buena parte de los esfuerzos innovadores se orientan a intentar combatir las diferencias de género (Bottia et al., 2015), no solo por sus implicaciones sociales, sino también porque se da la paradoja de que las jóvenes son menos proclives a desarrollar carreras académicas y profesionales en estos ámbitos, cuando su rendimiento académico y escolar es superior al de los jóvenes; por tanto, este talento se pierde.

 

De igual manera, también desde hace años se apunta la tendencia a incorporar la programación y la robótica como una materia más, tanto por su valor estratégico para el sector tecnológico como por el convencimiento de que puede ayudar a generar más rápidamente una aproximación racional y sistemática a la resolución de problemas. En algunos países, como Estonia existe desde hace años esta prescripción curricular para la educación primaria; en Inglaterra cubre a todos los alumnos entre los cinco y los quince años. En otros países, como los Estados Unidos, la tendencia va en aumento y el número de centros escolares que incorporan la programación y la robótica crece rápidamente, en parte porque consiguen atraer el interés de los alumnos gracias a su apego a la tecnología. Los beneficios de esta incorporación son todavía objeto de investigación, pero existen crecientes evidencias de su impacto positivo en el desarrollo del denominado pensamiento computacional, básico para la competencia de resolución de problemas (Sáez-López et al., 2016).

 

Ni que decir tiene que ya hace más de una década que el énfasis en el desarrollo de competencias se ha dejado sentir en la mayoría de las reformas curriculares, pero sigue existiendo una gran distancia entre los discursos y las prácticas, como ya señaló años atrás el Consejo de la Unión Europea en este sentido (Council of the European Union, 2010). Evidentemente, el éxito de un cambio de paradigma curricular como éste pasa por poner en valor mecanismos nacionales de evaluación de los aprendizajes centrados, precisamente, en las competencias que sean, en esencia, más formativos que no sancionadores o confiar abiertamente en que el profesorado estará suficientemente bien formado para hacerlo sin necesidad de que haya una presión externa (como sucede, por ejemplo, en Finlandia con una casi total ausencia de mecanismos de evaluación externos a la escuela). La disonancia entre un pretendido cambio de paradigma curricular y la realidad de una presión evaluadora centrada aún en medir el dominio de los contenidos o su memorización en lugar del desarrollo de las competencias lleva a menudo a crisis muy importantes, como sucede actualmente en Estados Unidos (Porter et al., 2015).

 

Innovaciones en los procesos

El segundo eje de innovación es el de los procesos de enseñanza y aprendizaje, que es uno de los más ricos y variados. Dentro de este eje se podrían destacar dos grandes direcciones de las innovaciones: el aprendizaje basado en proyectos (ABP) y la personalización del aprendizaje.

 

Internacionalmente, el ABP, a veces igualmente denominado aprendizaje basado en problemas (English and Kitsantas, 2013), parece estar configurándose como el nuevo estándar metodológico en los procesos de enseñanza y aprendizaje, en particular en la enseñanza secundaria.[3] Es natural que así sea porque el énfasis en el desarrollo de las competencias exige, precisamente, un marco pedagógico donde la actividad de los alumnos sea, al mismo tiempo, el vehículo y el resultado esperado; después de todo, las competencias se desarrollan actuando o, como ya acuñó Dewey en 1916, por medio del “aprender haciendo”.

 

El ABP puede declinarse de muchas formas, pero sus características más sobresalientes son relativamente simples (Barron and Darling-Hammond, 2008):

  • Los alumnos aprenden enfrentándose a desafíos o problemas que deben resolver por medio de un proyecto, como sucedería en el mundo real;
  • para hacerlo, cuentan con una mayor libertad de gestión y regulación de sus actividades de aprendizaje;
  • los docentes les acompañan a lo largo del proceso, facilitando la investigación y la reflexión; y, por último,
  • generalmente los alumnos desarrollan los proyectos en equipos o, por lo menos, en parejas.

 

El ABP es, pues, una oportunidad para el aprendizaje cooperativo y, por tanto, para desarrollar competencias de trabajo en equipo en un contexto social donde se pone en valor la diferencia y la solidaridad a través de agrupamientos heterogéneos.

 

La segunda dirección de las innovaciones en los procesos va en una línea diferente, no necesariamente contradictoria: la atención individualizada al alumno, también llamada personalización del aprendizaje. Se trata de una característica compartida por todos los sistemas donde existe el convencimiento de que la mejora de los resultados del grupo pasa, paradójicamente, por atender con más intensidad a aquellos alumnos que, a lo largo del proceso de aprendizaje, encuentran más obstáculos, ya sea por sus condiciones de partida o bien porque, sencillamente, en un momento u otro puedan necesitar un refuerzo particular que sólo una atención individualizada, o en grupo reducido, puede llegar a resolver a tiempo (Maguire et al., 2013).

 

En algunos países, como Canadá, Finlandia o Singapur, esto no puede ser considerado una innovación porque se ha convertido ya una característica sistémica, pero sí lo sigue siendo todavía en la mayoría de los países de la Europa meridional. De hecho, es posible hablar de varias oleadas innovaciones favorables a la personalización (Prain et al., 2013). La primera de ellas es la que se consolidó a partir de los años setenta del pasado siglo en algunos sistemas escolares, dando lugar a una configuración de la actividad docente que permite que se pueda atender individualmente, o en un grupo muy pequeño, a aquellos alumnos que lo precisan temporalmente, y que esta atención sea prestada directamente por el docente del grupo. Lógicamente, esto exige una planificación de la dedicación horaria del docente lo suficientemente compleja y flexible como para permitirlo. La segunda oleada, más reciente, es la que el creciente uso de las plataformas escolares posibilita, al facilitar no solo que cada alumno pueda progresar a su propio ritmo y con recursos que se adaptan a sus intereses o necesidades, gracias a la inteligencia de la plataforma, sino que también los docentes puedan hacer un seguimiento individual del itinerario de aprendizaje de cada alumno. De nuevo, es preciso insistir que solo es posible innovar en esta línea si la configuración del trabajo docente permite liberar el tiempo y los recursos necesarios.

 

 

Innovaciones en las tecnologías

El tercer eje es el tecnológico, que es el que en los últimos años más se ha asociado a la innovación escolar hasta el punto de que es frecuente que innovación y tecnología aparezcan como sinónimos, cuando no lo son. La innovación educativa soportada por la tecnología ha llevado a ensayos diferentes de aprovechamiento del potencial de los dispositivos, servicios o aplicaciones digitales ya sea para optimizar procesos conocidos o bien para posibilitar otros completamente nuevos, tanto en el ámbito pedagógico como en el de la gestión educativa. El auge de esta identificación entre tecnología e innovación debe mucho al papel desempeñado por las industrias tecnológicas. Desde las creadoras de hardware hasta las que proveen servicios y contenidos, todas las industrias del sector están interesadas en que las tecnologías estén presentes de forma relevante en las aulas. Y lo hacen no solo para vender sus productos sino también para hacer valer su propia visión de lo que debería ser una escuela consonante con el siglo XXI. En algunas ocasiones, con vocación mesiánica, se han arrogado un papel prescriptivo desoyendo las verdaderas necesidades y prioridades docentes percibidas en la realidad de las aulas, provocando el rechazo (Williamson, 2017). No les falta razón cuando insisten en que la escuela no puede permanecer ajena al cambio tecnológico, pero no la tienen tanto cuando dan por hecho que nadie está en mejor posición que la industria para dictar cómo debería ser la educación escolar.

 

La tecnología, en sí, no es más que una ventana de oportunidad para la innovación. Es evidente que los usos innovadores de la tecnología en el aula no conducen siempre necesariamente al desarrollo de metodologías innovadoras dado que posibilitan igualmente la consolidación del modelo pedagógico tradicional y, por tanto, no es extraño que a veces cueste separar el grano de la paja (Falck et al., 2015). También lo es que algunas innovaciones en los contenidos (por ejemplo, el énfasis en las competencias transversales) y, en especial, en los procesos (tanto en el ABP como en la personalización del aprendizaje) no solo pueden beneficiarse del apoyo que brinda la tecnología, sino que, en algunos casos como en el desarrollo de las competencias digitales, su uso resulta imprescindible.

 

Dicho esto, es muy difícil sintetizar todas las direcciones exploratorias que está tomando la innovación educativa soportada por la tecnología. En este sentido, resulta muy útil la distinción que Cuban hizo años atrás entre cambios pedagógicos de primer y de segundo orden porque ayuda a entender mejor cuál es el verdadero valor añadido de la tecnología en educación, más allá de posibilitar que los alumnos aprendan sobre tecnología o programación (Cuban, 1988). La diferencia entre el primer y el segundo orden radica en la profundidad de los cambios: mientras que los de primer orden no modifican substancialmente los procesos, los de segundo orden permiten transformarlos radicalmente. Los cambios de primer orden basados en el uso de la tecnología distan mucho de ser innovaciones, cosa que sí son los cambios de segundo orden. Un par de ejemplos ayudarán a clarificar esta distinción.

 

Un cambio de primer orden ocurre cuando la incorporación de una nueva tecnología permite mejorar procesos, haciéndolos más eficientes, sin modificarlos radicalmente. Un ejemplo escolar claro es la sustitución del uso de las pizarras clásicas por pizarras digitales, cuyas ventajas funcionales y la mayor eficiencia resultante son evidentes. Pero el uso de las pizarras digitales no se traduce necesariamente en una transformación de la metodología docente, sino más bien en la tecnificación de unas prácticas bien consolidadas, que giran alrededor de la transmisión de contenido. Lo mismo podría decirse del creciente uso de las plataformas escolares o incluso de los recursos didácticos digitales: ni siquiera los recursos educativos abiertos son, en sí mismos, una innovación educativa porque su uso no implica necesariamente un cambio pedagógico, cualesquiera que sean las ventajas técnicas, el ahorro o los valores que su uso o compartición conlleven (Wiley et al., 2014).

 

Un cambio de segundo orden se produce cuando se modifican radicalmente los procedimientos, transformándose: se pueden llegar a hacer cosas muy distintas, con distintos beneficios igualmente. El ejemplo más claro está en la llamada clase invertida, donde gracias a la tecnología los alumnos acceden a los contenidos fuera de las horas de clase liberando así el tiempo dentro del aula para actividades distintas de la transmisión de contenidos o, también, la enseñanza escolar totalmente virtual (Lo and Hew, 2017). El modelo de la clase invertida, inicialmente diseñado para las competencias científicas, está propagándose a gran velocidad en todo el mundo, y se ha extendido desde la enseñanza secundaria hasta la superior en poco tiempo.

 

En efecto, hay aproximaciones pedagógicas que parecen haber dado mucho mejores resultados particularmente cuando se busca transitar desde un modelo de enseñanza centrado en los contenidos a otro enfocado hacia el desarrollo de competencias, a condición de que exista un diseño pedagógico con cambios de segundo orden. Cada vez resulta más evidente que el rediseño pedagógico que se exige solo se puede llevar a cabo si se utilizan a fondo las posibilidades de la tecnología. En efecto, hay cada vez más evidencias empíricas que permiten ya identificar bajo qué aproximaciones pedagógicas soportadas por la tecnología sí es posible conseguir resultados significativamente superiores a metodologías que no incorporan sustantivamente la tecnología (Arias Ortiz and Cristia, 2014).

 

Es muy importante insistir en que la incorporación de la tecnología es solo una ventana de oportunidad para la innovación educativa, que puede aprovecharse o no. Y, en segundo lugar, que los cambios soportados por la tecnología solo se convierten en innovaciones educativas cuando la tecnología se usa para, por lo menos, una de las posibilidades siguientes (Pedró, 2016):

  1. la participación activa del alumno;
  2. el aprendizaje cooperativo;
  3. la retroalimentación inmediata de las actividades de los alumnos; o
  4. las conexiones con el mundo exterior de la escuela.

 

Curiosamente, algunos de los pioneros en la investigación de las ciencias aprendizaje también están siendo pioneros en la exploración de cómo las tecnologías pueden contribuir a transformar los diseños pedagógicos. Estas conexiones no son coincidencia. Cuando los científicos han empezado a comprender mejor las características fundamentales del aprendizaje, se han dado cuenta de que la estructura y los recursos de las aulas tradicionales a menudo ofrecen muy poco apoyo para el aprendizaje eficaz de cada alumno, mientras que la tecnología -cuando se utiliza para promover cambios de segundo orden- puede posibilitar formas de enseñanza que están mucho mejor adaptadas a la forma en que los alumnos aprenden.

 

La tecnología seguirá evolucionando y proporcionando nuevas ventanas de oportunidad, algunas de las cuales se están solo empezando a explorar ahora. Basta pensar en las posibilidades de la realidad virtual, de la inteligencia artificial, o del uso del Big Data y de las métricas del aprendizaje para darse cuenta de que estas ventanas de oportunidad van a aumentar exponencialmente en los próximos años. Pero de ahí no se puede inferir que estas nuevas oportunidades tecnológicas conducirán siempre a cambios de segundo orden y, por consiguiente, a verdaderas innovaciones (Selwyn, 2015). Deshacer este malentendido, extendido también entre los docentes, exige avanzar en el desarrollo de sus competencias digitales para la enseñanza tal y como reiteradamente ha señalado la UNESCO (UNESCO, 2012).

 

Implicaciones para la organización y el liderazgo de los centros escolares

Es obvio que las innovaciones en los contenidos, en los procesos y en las tecnologías, cuando afectan al conjunto de un centro escolar y no sólo a una materia, un curso o un solo docente, demandan a menudo cambios importantes en la organización del centro y, cuando existe la posibilidad, se pueden traducir igualmente en cambios estructurales reflejados en la arquitectura de los espacios. Algunos de los cambios organizativos más frecuentes apuntan, precisamente, a la línea de flotación del paradigma tradicional que se basa en el principio de un docente, un curso (en primaria), o bien de un docente, una materia (en secundaria). Así, por ejemplo, se busca flexibilizar los parámetros de configuración de los grupos clase, tanto en número de alumnos y su correspondiente asignación de docentes, como en la duración de las clases, ahora convertidas en sesiones de trabajo. Esto puede llevar a momentos en el día en los que un grupo bastante numeroso de alumnos, equivalente a dos o tres grupos clase tradicionales, pueda quedar bajo la responsabilidad de un solo docente en una actividad que no requiere más, como ver un vídeo, y, a cambio de ello, generar oportunidades para el trabajo en grupos bastante más reducidos, cada uno de ellos con su correspondiente docente.

 

Y es aquí donde cobra vigencia el concepto de liderazgo pedagógico en los centros escolares. En este contexto, el liderazgo debe entenderse como una particular forma de gestionar los recursos humanos que permite generar prioridades de trabajo significativas para la mejora educativa y, al mismo tiempo, compartidas por el equipo; orientar el trabajo del centro de acuerdo con estas prioridades, tomando las decisiones apropiadas y, por último, revisar la marcha del equipo en función de estas prioridades, y evaluarlo, para apoyarlo ulteriormente en la forma más adecuada. Por tanto, en un centro escolar con un equipo cohesionado debe haber necesariamente liderazgo, pero este liderazgo no debe verse reflejado necesariamente en una única persona, que acumularía todo el poder de decisión. En los foros internacionales se habla con insistencia de liderazgo distribuido o en red, precisamente para indicar que se trata de ejercerlo desde diferentes instancias, personales y de grupo, y evitar personalizar todas las expectativas y las responsabilidades en el individuo que ostenta la dirección del centro.

 

Este cambio conceptual puede parecer a simple vista el resultado de una moda pasajera, que preferiría el uso del término liderazgo al de coordinación, por poner un ejemplo. Pero la referencia al liderazgo quiere sugerir un cambio de paradigma: en lugar de supervisar el cumplimiento de regulaciones externas al centro y de coordinar internamente las actuaciones derivadas de su obligado cumplimiento, el liderazgo incluye un matiz importante: la capacidad de gestionar, motivar y desarrollar profesionalmente equipos humanos, al tiempo que se facilitan las condiciones económicas y materiales requeridas para llevarlo a cabo. Por tanto, se ha pasado de un paradigma centrado en la regulación y la normativa, y su consiguiente aplicación, a otro marcado por el énfasis en la conducción de equipos con vistas a la realización de un proyecto en el que, inevitablemente, la investigación y la innovación serán piezas clave.

 

La investigación ha acreditado suficientemente que el liderazgo escolar es crucial para la creación de equipos docentes eficaces y su motivación constante, así como para crear el clima y el entorno escolares adecuados también para posibilitar, orientar y reconocer, al mismo tiempo, los esfuerzos de innovación a escala de centro orientados a la mejora del aprendizaje. No en vano, la investigación ha puesto de manifiesto que existe un vínculo entre la calidad del liderazgo escolar y la de los aprendizajes de los alumnos (Leithwood y Jantzi, 2005; Smith, 2008).

 

 

Los riesgos

A primera vista, que hoy exista un contexto social favorable a la innovación escolar y una multitud de iniciativas son buenas noticias. Pero, hay algunos riesgos que el imperativo de la innovación tiene que afrontar. Estos riesgos están relacionados con la equidad del sistema, la evaluación de los resultados de las innovaciones y la fatiga docente.

 

En relación con la equidad se produce la paradoja de que los centros de alta complejidad, que son los que más recursos deberían recibir para posibilitar innovaciones significativas, se encuentran en peores circunstancias para innovar a no ser que el sistema les considere verdaderamente prioritarios en este sentido, lo que no ocurre en todas partes. No se trata exclusivamente de recibir más recursos para la innovación sino de contar con las condiciones óptimas para poder encontrar el tiempo para pensar en innovar (Raffo, 2014). Las elevadas tasas de rotación del profesorado en los centros de alta complejidad, o sus más bajos niveles medios de experiencia y calificaciones, dificultan contar con un terreno apropiadamente abonado para que la innovación germine. Y no es extraño que la frecuencia de centros innovadores sea más baja entre los centros de alta complejidad que entre los que no lo son (Wilcox et al., 2017).

 

En segundo lugar, hay que notar que el imperativo de la innovación aún no parece haber hecho compatible el discurso sobre el necesario cambio del paradigma escolar con la necesidad de hacer evolucionar los sistemas hacia una mayor equidad. Se diría que el discurso pedagógico innovador transcurre en un plano diferente al de la preocupación sobre la equidad, en lugar de promover una innovación que priorice el logro de una mayor igualdad de oportunidades educativas. Es, precisamente, en el ámbito de la equidad donde más necesaria es hoy en día la innovación, pero no es necesariamente en este ámbito donde más se produce.

 

Indirectamente, este aparente divorcio entre innovación y equidad tiene mucho que ver también con la falta de interés, y de capacidad, de los esfuerzos innovadores para mostrar su impacto sobre la mejora de los resultados de los aprendizajes. De hecho, incluso se ha generado el convencimiento entre los innovadores de que las evaluaciones existentes, da igual que sean a escala nacional o internacional, son incapaces de medir apropiadamente las ventajas de los modelos innovadores. Este convencimiento parte de una cierta ignorancia sobre estas evaluaciones, a las que se atribuye erróneamente el pecado original de evaluar solo los contenidos memorizados y no el grado de desarrollo de las competencias complejas y transversales que las innovaciones querrían promover, como el trabajo en equipo o la resolución de problemas (Solomon and Lewin, 2016). El argumento se convierte, entonces, en que lo que las innovaciones buscan promover no puede ser evaluado con los mecanismos existentes. Después de todo, se suele decir, lo más importante en la vida no se puede evaluar.

 

La segunda paradoja es, pues, que se reconoce el imperativo de la innovación, pero se rechaza cualquier intento de evaluar sus efectos para no pervertir el proceso; en otras palabras, es como si se tratara de innovar perpetuamente, pero a ciegas (Carrier, 2017). Es curioso ver cómo el sector de la educación ha adoptado sin demasiada preocupación el término de innovación como un mantra más, pero no parece haber incorporado aún el significado que, desde hace decenios, ya tiene no sólo en el sector de la empresa privada sino también en el de la provisión de los servicios públicos (Sandamas, 2005). En efecto, parece bien claro en este contexto más amplio que la innovación es “la creación y la puesta en práctica de nuevos procesos, productos, servicios y métodos de ofrecer (los servicios públicos) que dan como resultado ganancias significativas en la eficiencia, la efectividad o la calidad de los resultados” (Mulgan and Albury, 2003).

 

Ante esto emergen voces que optan por definir la innovación educativa como un cambio dinámico que añade valor a los procesos que tienen lugar en la institución educativa (tanto en el terreno pedagógico como en el organizativo) y que se traduce en mejoras en los resultados los aprendizajes de los alumnos o en la satisfacción de los actores educativos o en ambas cosas (OECD, 2010). Esta definición contiene un componente operativo que afirma que sólo los cambios en los procesos que conducen a mejoras observables, singularmente en el terreno de los aprendizajes, merecen ser llamados innovaciones educativas. Esto implica el reconocimiento de la existencia de cambios sin efectos acreditados o incluso con efectos negativos, es decir, de cambios que no conducen a verdaderas innovaciones. Pero innovar voluntariamente a ciegas es una falta de respeto a la obligación moral que los centros escolares y los docentes tienen de proponer un entorno de enseñanza que optimice el aprendizaje y de contribuir a su mejora contando con las evidencias existentes y generando otras nuevas (Bryk et al., 2015). Por eso, la verdadera innovación escolar debe utilizar la evaluación de los aprendizajes y, por supuesto, la investigación empírica como un medio para demostrar su bondad (Coburn et al., 2016). Una innovación que no puede acreditar qué mejoras consigue es, sencillamente, un cambio de cuyos efectos somos totalmente ignorantes y, en extremo, una gestión errática o azarosa de los recursos escolares que podría, en el peor escenario, llegar a poner en riesgo el aprendizaje.

 

Finalmente, hay que prestar atención también al fenómeno de la fatiga docente con la innovación (Hargreaves and Shirley, 2009). Este es un fenómeno multi-dimensional que se origina o bien por un excesivo requerimiento externo de cambios (por ejemplo, reflejado en constantes cambios en las prescripciones curriculares o en las leyes), o bien por la imposibilidad de conseguir que los esfuerzos invertidos en la propia innovación ganen la ardua batalla de la sostenibilidad. Esta fatiga, en última instancia, es también la expresión de la contradicción entre unas expectativas crecientes de innovación y la realidad de las capacidades reales organizativas, profesionales y de recursos de los centros escolares y de los docentes que en ellos trabajan (Coburn et al., 2016). El resultado de una presión externa que no se acompaña de mecanismos de reconocimiento y de apoyo a los esfuerzos que los docentes hacen puede llevar a una actitud resistente, que se empeña en mantener las esencias del modelo tradicional de escuela porque, sencillamente, eso es más cómodo que la incertidumbre de un esfuerzo incesante y no necesariamente reconocido.

 

Consideraciones finales: hacia la innovación sistémica

Este brevísimo repaso a las tendencias emergentes deja entrever que, salvo todo lo relacionado con la tecnología, las innovaciones que emergen tanto en el ámbito curricular como en el ámbito de las metodologías y sus corolarios organizativos no pueden ser tachadas de nuevas, estrictamente hablando. En formatos muy diferentes, dadas las diversas condiciones contextuales, sería posible encontrar precedentes de todos y cada uno de los elementos que hoy dominan el paisaje de la innovación escolar en buena parte de las iniciativas de la educación progresista del siglo XIX y principios del XX: el aprendizaje entre iguales (Girard, 1835), el método activo (Marion, 1888), el aprendizaje basado en proyectos (Kilkpatrick, 1918), los centros de interés (Decroly, 1907), la enseñanza individualizada (Parkhurst, 1907 ) o el aprendizaje servicio (Dewey, 1918).

 

La conclusión que se puede extraer de esta pervivencia de las mismas innovaciones a lo largo de más de un siglo es doble. Por un lado, que el modelo escolar tradicional es bastante sólido y ha hecho hasta ahora bastante bien su trabajo de manera que es difícil sustituirlo (Darling-Hammond, 2010). Por otro lado, que las innovaciones continúan transitando por las mismas líneas que cien años atrás probablemente porque son las que verdaderamente tienen más sentido, pero así como en el siglo XX lo tenían en razón del convencimiento ideológico de sus promotores, en el espíritu del reformismo social, hoy lo tienen más bien porque generan mayor sintonía con las nuevas demandas del contexto económico y social que el modelo tradicional de escuela.

 

En efecto, en el imperativo de la innovación escolar coinciden dos racionalidades diferentes: por un lado, la que busca responder a las necesidades derivadas de la nueva economía y de una sociedad cada vez más globalizada y tecnificada; por otro, la que busca la dignificación del alumno como sujeto que aprende activa y socialmente, colocándolo en el centro del proceso aprendizaje. Si bien las condiciones contextuales cambian muy rápidamente, las grandes líneas globales de la innovación escolar parecen coincidentes en todo el mundo y, con la excepción de todo lo que tiene que ver con la tecnología, han sido consideradas opciones abiertas y exploradas durante más de un siglo. Si ahora encuentran mejor acogida social, y poco a poco parecen generalizarse hasta niveles no conocidos hasta el momento, es porque verdaderamente responden a las demandas de un nuevo consenso social emergente sobre qué y cómo se ha de aprender en la escuela.

Pero, para poder transformar este ímpetus en una fuerza reformadora hay que pensar en cómo llegar a diseminar no sólo la fenomenología de las innovaciones (describir cómo son) sino sus efectos a través de evaluaciones empíricas (demostrar cuál es su valor añadido ); hay que poner el énfasis en que las innovaciones promuevan la equidad y mejoren las oportunidades educativas de los más desfavorecidos; y hay, en definitiva, que poder separar el grano de la paja para favorecer la generalización de las innovaciones escolares que merecen ser calificadas como tales porque promueven mejores aprendizajes.

 

Desgraciadamente, no todos los centros escolares se encuentran en circunstancias equivalentes para convertirse en innovadores, del mismo modo que no todos los marcos políticos y legislativos son igualmente proclives a la innovación escolar. La investigación sobre las innovaciones escolares durante los últimos decenios también ayuda a entender cuáles son los factores críticos que posibilitan un entorno escolar propicio a la innovación sostenible y que hablan, fundamentalmente, de la capacidad de absorción de los centros (Zahra and George, 2002). Esto es algo que las políticas públicas pueden ayudar a aumentar, facilitando, por ejemplo, la emergencia de modelos de liderazgo escolar que espoleen la innovación (Knapp et al., 2014), o mejorando la estabilidad de las plantillas docentes, reduciendo su rotación.

 

En un sector con el que la educación tiene muchas semejanzas como es el de la salud, afirmaciones como las que se acaban de hacer no representarían ninguna novedad (Willingham, 2012): ¿alguien se imagina una innovación en los protocolos médicos o en la prescripción de medicamentos que no estuviera basada en evaluaciones rigurosas de sus efectos? En el sector escolar probablemente haya que hacer más aún para acercar el mundo de la evidencia empírica, con todas las limitaciones que tiene, a la práctica escolar, para que el imperativo de la innovación no busque el cambio per se, sino que promueva el cambio porque mejora las oportunidades de aprendizajes de los alumnos. Si esto se pudiera conseguir, el sector escolar tendría más instrumentos para promover la innovación sistémica en lugar de dar luz a innovaciones idiosincrásicas que son, en definitiva, flores de verano.

 

De hecho, las pocas veces que esto se ha hecho de forma rigurosa los resultados obtenidos parecen, como mínimo, esperanzadores. Por ejemplo, un amplio estudio de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos demostró la superioridad de las metodologías activas en el aprendizaje de competencias en ciencias, ingeniería y matemáticas (Freeman et al., 2014). Más recientemente, otro estudio experimental ha ofrecido evidencias indiscutibles de las mejoras de los resultados de aprendizaje cuando se utiliza el aprendizaje basado en proyectos (Duke et al., 2016). Se podrá decir que esto no es nuevo, porque las evidencias acumuladas incluso a través de revisiones de investigación ya lo indicaban hace tiempo (Thomas, 2000), pero lo cierto es que estas evidencias parecen estar disponibles solo en circuitos académicos en los que los docentes no están a menudo presentes y en los que tampoco se hacen grandes esfuerzos para llegar a los docentes.

 

El corolario de todo esto es que los mundos de la innovación escolar y de la investigación empírica, incluyendo los mecanismos de evaluación de los aprendizajes, deben acercarse (Pedró, 2015). Esto exige unas políticas que incentiven este acercamiento y que promuevan una investigación empírica significativa para la práctica escolar, que clarifique con evidencias el valor añadido de las diferentes líneas de innovación y de los factores que explican su significación e impacto. Pero también necesita de unas políticas que empoderen a los docentes que quieren innovar con las herramientas de la investigación empírica y las competencias profesionales que mejor permitan transformar las evidencias en mejores prácticas docentes. En definitiva, que ayuden a las escuelas y las redes de escuelas a estar mejor para ser mejores (Bryk et al., 2015).

 

Hoy la evocación del término “escuela” genera en todo el mundo la misma imagen mental: la de un edificio donde hay aulas dentro de las cuales los alumnos esperan el dictado de un docente. Y aunque el imperativo de la innovación parece bien soportado por el convencimiento social de que este modelo tradicional ya no sirve a los intereses y las necesidades del siglo XXI, lo cierto es que no tenemos todavía nada clara cuál es la imagen mental que ha de sustituir la que todavía prevalece en todos nosotros. Probablemente esto explica por qué hay tantas y tantas líneas paralelas de innovación sin que ninguna llegue a generar una imagen alternativa lo suficientemente potente como para ser ampliamente aceptada. Hace ya veinte años que Sarason (1996) afirmaba que había llegado el tiempo de sustituir, en lo posible, las intuiciones y los razonamientos por datos fiables, útiles y relevantes. Sólo cuando se empiece a disponer de un grueso de evidencias suficientes sobre las distintas líneas de innovación educativa se podrá empezar a dibujar colectivamente qué y cómo debería ser ya hoy la experiencia de ir a la escuela en el siglo XXI.

 

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[1] Es inevitable citar los trabajos del New Media Consortium y del Instituto Tecnológico de Monterrey, cuyas conclusiones son bastante convergentes. La Fundación Telefónica también tiene un volumen importante de publicaciones sobre tendencias en innovación educativa, generalmente en torno a la cuestión de la tecnología.

[2] Science, Technology, Engineering, and Maths.

[3] Aunque donde más expansión parece tener es en la enseñanza superior, particularmente en las facultades de medicina.